Chispazo, el tiempo se ralentiza, te hablan y no entiendes,
das vueltas sobre ti mismo, tienes ganas de llorar y de reír. Las manos te sudan
más de lo normal, revisas tu armario en busca de las mejores galas, que una vez
puestas parecen insignificantes. Hablas de él o ella durante todo el día y cuando
permaneces callado sigues parloteando.
Enamorarse es un camino de dudas constantes, de emociones
disparadas, de sueños por alcanzar. Pero
amar, amar es otra cosa.
El amor llega más tarde, pausado y sin llamar.
No está acompañado de los fuegos artificiales de su
predecesor. Mas bien, tiene la serenidad del artista, la suavidad del
masajista, el aroma de un cuerpo recién duchado.
Cuando descubres que has sido invadido por él, es fácil que
el terror te invada. Tu mente hace todo lo posible por deshacerse de ese
terrible sentimiento. Te describe todas las razones por las que no es buena
idea, te recuerda las veces que te ha fallado y te asegura que de seguir su
camino acabarás en una cuneta, sin alma y con el corazón roto.
Pero aún así te lanzas al vacío y durante el tiempo, que dura
la caída cada trozo de tu vida encuentra su razón en el otro pedazo. Al llegar
al suelo, tus pies se fijan tranquilos y tumbado del revés encuentras a la razón de tu amor y aún así,
con esa postura ridícula, que da la absoluta confianza de los días cotidianos,
ves hermoso y horroroso ese gesto, que jamán pensarías contemplar y que ahora
se ha convertido en un tesoro bello, que rescatarás los días venideros.
De verdad, eso que
sientes no es magia. Es algo más grande, poderoso y eterno. Es amor.
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