Mi hija se encerró en
su habitación y la oí sollozar. Llamé a su puerta. Entré, la miré y la vi
exhausta, hundida en su llanto mientras se quitaba la pulsera, que ese imbécil
le había regalado.
Lloró porque le
quería, porque sabía que siempre le querría, porque no entendía como el mundo
podía seguir girando cuando ella se había quedado paralizada.
Me senté a su lado.
-
Las chicas son guerreras- le
susurré mientras apartaba de sus ojos el pelo mojado por las lágrimas.
Me miró y se rió.
Abro los ojos y la
veo entrar en la habitación. Llega con un aceite de romero para hacerme un
masaje, una estufa para que me de calor, unas toallas, un cubo...
Me quita el gorro y
besa mi cabeza arrasada por la quimio.
Me río y me susurra
al oído:
-
Mamá, las chicas somos guerreras.
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