El hombre lucía una inquietante
sonrisa colgado en aquel cartel publicitario. Era una expresión inerte, fría y
extrañamente conocida.
El tren llegó y vi la mía reflejada
en las puertas acristaladas. Pensé, que ese rasgo mostraba mi parte más amable.
Cinco niñatos arrollaron a los
viajeros, que esperaban delante de la puerta. Sólo uno de ellos me ofreció
pasar primero. Tenía una sonrisa sincera.
Al llegar a mí destino, él estaba
en el andén.
Mi mente gritó:
-
¿Ves? Ha venido a recogerte. Aún te quiere.
Pero al mirar su sonrisa descubrí
horrorizada que era inerte, fría…
Las sonrisas no engañan. Lo hacen
los pensamientos.
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